¡Bienvenidos!
Apreciados jóvenes de sexto a continuación, las dos primeras partes de la lectura realizada en clase; anexo una breve biografía del autor. No olviden realizar el dibujo de Momo.
Michael Ende
Garmisch-Partenkirchen,
1929 - Roma, 1995
Narrador
alemán especializado en literatura infantil. Hijo del pintor surrealista Edgar, quizás heredara de su padre el
gusto por la imaginería fantástica y por la extraña plasticidad de las
imágenes. Empezó a escribir desde muy joven, inicialmente atraído por el
teatro, pero pronto se hizo más intenso su gusto de puro "fabulieren",
que encontró su adecuada forma expresiva en la literatura juvenil.

En 1958 escribió su
primer libro, Jim Botón y Lucas el maquinista,
que no sería publicado hasta 1960, pero el verdadero gran éxito le llegó
con Momo (1972),
novela-fábula que es bastante más que un libro para muchachos: narra la
historia de una niña que se enfrenta a los ladrones del tiempo y reconquista el
tiempo para los hombres.
La fama internacional del escritor se
consolidó con La historia interminable (1979),
en la que Ende dio vida a un complejo mundo fantástico, rico en referencias e
implicaciones filosóficas y literarias. Es la historia del niño Bastian, que
leyendo un libro fantástico llega a formar parte de él hasta convertirse en su
protagonista, que consigue ser el héroe y salvador de un mundo destinado al
desastre.
En sus páginas, la capacidad del autor
para la creación fantástica, la coherencia estilística y conceptual, la
intensidad de los símbolos y la riqueza de las imágenes, ofrecen lo mejor de
Ende y hacen de él uno de los autores más leídos durante aquellos años. En
1984, Ende publicó El espejo en el espejo, relatos
surrealistas inspirados en las obras de su padre, que revelan nuevas
aspiraciones de carácter intelectual. Desde 1970 hasta su muerte, vivió en
Genzano (Roma).
Primera parte:
Momo y sus amigos I
UNA CIUDAD GRANDE Y UNA NIÑA PEQUEÑA
En los
viejos, viejos tiempos cuando los hombres hablaban todavía muchas otras
lenguas, ya había en los países ciudades grandes y suntuosas. Se alzaban allí
los palacios de reyes y emperadores, había en ellas calles anchas, callejas
estrechas y callejuelas intrincadas, magníficos templos con estatuas de oro y
mármol dedicadas a los dioses; había mercados multicolores, donde se ofrecían
mercaderías de todos los países, y plazas amplias donde la gente se reunía para
comentar las novedades y hacer o escuchar discursos. Sobre todo, había allí
grandes teatros. Tenían el aspecto de nuestros circos actuales, sólo que
estaban hechos totalmente de sillares de piedra. Las filas de asientos para los
espectadores estaban escalonadas como en un gran embudo. Vistos desde arriba,
algunos de estos edificios eran totalmente redondos, otros más ovalados y
algunos hacían un ancho semicírculo. Se les llamaba anfiteatros. Había algunos
que eran tan grandes como un campo de fútbol y otros más pequeños, en los que
sólo cabían unos cientos de espectadores. Algunos eran muy suntuosos, adornados
con columnas y estatuas, y otros eran sencillos, sin decoración. Esos
anfiteatros no tenían tejado, todo se hacía al aire libre. Por eso, en los
teatros suntuosos se tendían sobre las filas de asientos tapices bordados de
oro, para proteger al público del ardor del sol o de un chaparrón repentino. En
los teatros más humildes cumplían la misma función cañizos de mimbre o paja. En
una palabra: los teatros eran tal como la gente se los podía permitir. Pero
todos querían tener uno, porque eran oyentes y mirones apasionados. Y cuando
escuchaban los acontecimientos conmovedores o cómicos que se representaban en
la escena, les parecía que la vida representada era, de modo misterioso, más
real que su vida cotidiana. Y les gustaba contemplar esa otra realidad. Han
pasado milenios desde entonces. Las grandes ciudades de aquel tiempo han
decaído, los templos y palacios se han derrumbado. El viento y la lluvia, el
frío y el calor han limado y excavado las piedras, de los grandes teatros no
quedan más que ruinas. En los agrietados muros, las cigarras cantan su monótona
canción y es como si la tierra respirara en sueños. Pero algunas de esas viejas
y grandes ciudades siguen siendo, en la actualidad, grandes. Claro que la vida
en ellas es diferente. La gente va en coche o tranvía, tiene teléfono y
electricidad. Pero por aquí o por allí, entre los edificios nuevos, quedan
todavía un par de columnas, una puerta, un trozo de muralla o incluso un
anfiteatro de aquellos lejanos días. En una de esas ciudades transcurrió la
historia de Momo. Fuera, en el extremo sur de esa gran ciudad, allí donde
comienzan los primeros campos, y las chozas y chabolas son cada vez más
miserables, quedan, ocultas en un pinar, las ruinas de un pequeño anfiteatro.
Ni siquiera en los viejos tiempos fue uno de los suntuosos; ya por aquel
entonces era, digamos, un teatro para gente humilde. En nuestros días, es
decir, en la época en que se inició la historia de Momo, las ruinas estaban
casi olvidadas. Sólo unos pocos catedráticos de arqueología sabían que
existían, pero no se ocupaban de ellas porque ya no había nada que investigar.
Tampoco era un monumento que se pudiera comparar con los otros que había en la
gran ciudad. De modo que sólo de vez en cuando se perdían por allí unos
turistas, saltaban por las filas de asientos, cubiertas de hierbas, hacían
ruido, hacían alguna foto y se iban de nuevo. Entonces volvía el silencio al
círculo de piedra y las cigarras cantaban la siguiente estrofa de su
interminable canción que, por lo demás, no se diferenciaba en nada de las
estrofas anteriores. En realidad, sólo las gentes de los alrededores conocía el
curioso edificio redondo. Apacentaban en él sus cabras, los niños usaban la
plaza redonda para jugar a la pelota y a veces se encontraban ahí, de noche,
algunas parejitas. Pero un día corrió la voz entre la gente de que últimamente
vivía alguien en las ruinas. Se trataba, al parecer, de una niña. No lo podían
decir exactamente, porque iba vestida de un modo muy curioso. Parecía que se
llamaba Momo o algo así. El aspecto externo de Momo ciertamente era un tanto
desusado y acaso podía asustar algo a la gente que da mucha importancia al aseo
y al orden. Era pequeña y bastante flaca, de modo que ni con la mejor voluntad
se podía decir si tenía ocho años sólo o ya tenía doce. Tenía el pelo muy
ensortijado, negro, como la pez, y con todo el aspecto de no haberse enfrentado
jamás a un peine o unas tijeras. Tenía unos ojos muy grandes, muy hermosos y
también negros como la pez y unos pies del mismo color, pues casi siempre iba
descalza. Sólo en invierno llevaba zapatos de vez en cuando, pero solían ser
diferentes, descabalados, y además le quedaban demasiado grandes. Eso era
porque Momo no poseía nada más que lo que encontraba por ahí o lo que le
regalaban. Su falda estaba hecha de muchos remiendos de diferentes colores y le
llegaba hasta los tobillos. Encima llevaba un chaquetón de hombre, viejo,
demasiado grande, cuyas mangas se arremangaba alrededor de la muñeca. Momo no
quería cortarlas porque recordaba, previsoramente, que todavía tenía que
crecer. Y quién sabe si alguna vez volvería a encontrar un chaquetón tan
grande, tan práctico y con tantos bolsillos. Debajo del escenario de las
ruinas, cubierto de hierba, había unas cámaras medio derruidas, a las que se
podía llegar por un agujero en la pared. Allí se había instalado Momo como en
su casa. Una tarde llegaron unos cuantos hombres y mujeres de los alrededores
que trataron de interrogarla. Momo los miraba asustada, porque temía que la
echaran. Pero pronto se dio cuenta de que eran gente amable. Ellos también eran
pobres y conocían la vida. —Y bien —dijo uno de los hombres—, parece que te
gusta esto. —Sí —contestó Momo. —¿Y quieres quedarte aquí? —Sí, si puedo.
—Pero, ¿no te espera nadie? —No. —Quiero decir, ¿no tienes que volver a casa?
—Ésta es mi casa. —¿De dónde vienes, pequeña? Momo hizo con la mano un movimiento
indefinido, señalando algún lugar cualquiera a lo lejos. —¿Y quiénes son tus
padres? —siguió preguntando el hombre. La niña lo miró perpleja, también a los
demás, y se encogió un poco de hombros. La gente se miró y suspiró. —No tengas
miedo —siguió el hombre—. No queremos echarte. Queremos ayudarte. Momo asintió
muda, no del todo convencida. —Dices que te llamas Momo, ¿no es así? —Sí. —Es
un nombre bonito, pero no lo he oído nunca. ¿Quién te ha llamado así? —Yo —dijo
Momo. —¿Tú misma te has llamado así? —Sí. —¿Y cuándo naciste? Momo pensó un
rato y dijo, por fin: —Por lo que puedo recordar, siempre he existido. —¿Es que
no tienes ninguna tía, ningún tío, ninguna abuela, ni familia con quien puedas
ir? Momo miró al hombre y calló un rato. Al fin murmuró: —Ésta es mi casa.
—Bien, bien —dijo el hombre—. Pero todavía eres una niña. ¿Cuántos años tienes?
—Cien —dijo Momo, como dudosa. La gente se rió, pues lo consideraba un chiste.
—Bueno, en serio, ¿cuántos años tienes? —Ciento dos —contestó Momo, un poco más
dudosa todavía. La gente tardó un poco en darse cuenta de que la niña sólo
conocía un par de números que había oído por ahí, pero que no significaban
nada, porque nadie le había enseñado a contar. —Escucha —dijo el hombre,
después de haber consultado con los demás—. ¿Te parece bien que le digamos a la
policía que estás aquí? Entonces te llevarían a un hospicio, donde tendrías
comida y una cama y donde podrías aprender a contar y a leer y a escribir y
muchas cosas más. ¿Qué te parece, eh? —No —murmuró—. No quiero ir allí. Ya
estuve allí una vez. También había otros niños. Había rejas en las ventanas.
Había azotes cada día, y muy injustos. Entonces, de noche, escalé la pared y me
fui. No quiero volver allí. —Lo entiendo —dijo un hombre viejo, y asintió. Y los
demás también lo entendían y asintieron. —Está bien —dijo una mujer—. Pero
todavía eres muy pequeña. “Alguien” ha de cuidar de ti. —Yo —contestó Momo
aliviada. —¿Ya sabes hacerlo? —preguntó la mujer. Momo calló un rato y dijo en
voz baja: —No necesito mucho. La gente volvió a intercambiar miradas, a
suspirar y a asentir. —Sabes, Momo —volvió a tomar la palabra el hombre que
había hablado primero—, creemos que quizá podrías quedarte con alguno de
nosotros. Es verdad que todos tenemos poco sitio, y la mayor parte ya tenemos
un montón de niños que alimentar, pero por eso creemos que uno más no importa.
¿Qué te parece eso, eh? —Gracias —dijo Momo, y sonrió por primera vez—. Muchas
gracias. Pero, ¿por qué no me dejáis vivir aquí? La gente estuvo discutiendo mucho
rato, y al final estuvo de acuerdo. Porque aquí, pensaban, Momo podía vivir
igual de bien que con cualquiera de ellos, y todos juntos cuidarían de ella,
porque de todos modos sería mucho más fácil hacerlo todos juntos que uno solo.
Empezaron en seguida, limpiaron y arreglaron la cámara medio derruida en la que
vivía Momo todo lo bien que pudieron. Uno de ellos, que era albañil, construyó
incluso un pequeño hogar. También encontraron un tubo de chimenea oxidado. Un
viejo carpintero construyó con unas cajas una mesa y dos sillas. Por fin, las
mujeres trajeron una vieja cama de hierro fuera de uso, con adornos de madera,
un colchón que sólo estaba un poco roto y dos mantas. La cueva de piedra debajo
del escenario se había convertido en una acogedora habitación. El albañil, que
tenía aptitudes artísticas, pintó un bonito cuadro de flores en la pared.
Incluso pintó el marco y el clavo del que colgaba el cuadro. Entonces vinieron
los niños y los mayores y trajeron la comida que les sobraba, uno un pedacito
de queso, el otro un pedazo de pan, el tercero un poco de fruta y así los
demás. Y como eran muchos niños, se reunió esa noche en el anfiteatro un
nutrido grupo e hicieron una pequeña fiesta en honor de la instalación de Momo.
Fue una fiesta muy divertida, como sólo saben celebrarlas la gente modesta.
Así comenzó la amistad entre la pequeña Momo
y la gente de los alrededores. II UNA
CUALIDAD POCO COMÚN Y UNA PELEA MUY COMÚN
Desde
entonces, Momo vivió muy bien, por lo menos eso le parecía a ella. Siempre
tenía algo que comer, unas veces más, otras menos, según fuesen las cosas y
según la gente pudiera prescindir de ellas. Tenía un techo sobre su cabeza,
tenía una cama, y, cuando tenía frío, podía encender el fuego. Y, lo más
importante: tenía muchos y buenos amigos. Se podía pensar que Momo había tenido
mucha suerte al haber encontrado gente tan amable, y la propia Momo lo pensaba
así. Pero también la gente se dio pronto cuenta de que había tenido mucha
suerte. Necesitaban a Momo, y se preguntaban cómo habían podido pasar sin ella
antes. Y cuanto más tiempo se quedaba con ellos la niña, tanto más
imprescindible se hacía, tan imprescindible que todos temían que algún día
pudiera marcharse. De ahí viene que Momo tuviera muchas visitas. Casi siempre
se veía a alguien sentado con ella, que le hablaba solícitamente. Y el que la
necesitaba y no podía ir, la mandaba buscar. Y a quien todavía no se había dado
cuenta de que la necesitaba, le decían los demás: —¡Vete con Momo! Estas
palabras se convirtieron en una frase hecha entre la gente de las cercanías.
Igual que se dice: “¡Buena suerte!”, o “¡Que aproveche!”, o “¡Y qué sé yo!”, se
decía, en toda clase de ocasiones: “¡Vete con Momo!”. Pero, ¿por qué? ¿Es que
Momo era tan increíblemente lista que tenía un buen consejo para cualquiera?
¿Encontraba siempre las palabras apropiadas cuando alguien necesitaba consuelo?
¿Sabía hacer juicios sabios y justos? No; Momo, como cualquier otro niño, no
sabía hacer nada de todo eso. Entonces, ¿es que Momo sabía algo que ponía a la
gente de buen humor? ¿Sabía cantar muy bien? ¿O sabía tocar un instrumento? ¿O
es que —ya que vivía en una especie de circo— sabía bailar o hacer acrobacias?
No, tampoco era eso. ¿Acaso sabía magia? ¿Conocía algún encantamiento con el
que se pudiera ahuyentar todas las miserias y preocupaciones? ¿Sabía leer en
las líneas de la mano o predecir el futuro de cualquier otro modo? Nada de eso.
Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar. Eso no es nada
especial, dirá, quizás, algún lector; cualquiera sabe escuchar. Pues eso es un
error. Muy pocas personas saben escuchar de verdad. Y la manera en que sabía
escuchar Momo era única. Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta
se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara
algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y
escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto miraba al otro
con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de inmediato cómo se
le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él. Sabía
escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de
repente, qué era lo que quería. O los tímidos se sentían de súbito muy libres y
valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres. Y si
alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y
que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que
se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y le contaba
todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras
hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que, por
eso, era importante a su manera, para el mundo. ¡Así sabía escuchar Momo! Una vez
fueron a verla al anfiteatro dos hombres que se habían peleado a muerte y que
ya no se querían hablar, a pesar de ser vecinos. Los demás les habían
aconsejado que fueran a ver a Momo, porque no estaba bien que los vecinos
vivieran enemistados. Los dos hombres, al principio, se habían negado, pero al
final habían accedido a regañadientes. Ahí estaban los dos, en el anfiteatro,
mudos y hostiles, cada uno en un lado de las filas de asientos de piedra,
mirando sombríos ante sí. Uno era el albañil que había hecho el hogar y el
bonito cuadro de flores que había en la “salita” de Momo. Se llamaba Nicola y
era un tipo fuerte con un mostacho negro e hirsuto. El otro se llamaba Nino.
Era delgado y siempre parecía un poco cansado. Nino era el arrendatario de un pequeño
establecimiento al borde de la ciudad, en el que por lo general sólo había unos
pocos viejos que en toda la noche no bebían más que un solo vaso de vino y
hablaban de sus recuerdos. También Nino y su gorda mujer estaban entre los
amigos de Momo y muchas veces le habían traído cosas buenas que comer. Como
Momo se dio cuenta de que los dos estaban enfadados, no supo, al principio, con
quién sentarse primero. Para no ofender a ninguno, se sentó por fin en el borde
de piedra de la escena a la misma distancia de uno y de otro y miraba
alternativamente a uno y a otro. Simplemente esperaba a ver qué ocurría.
Algunas cosas necesitan su tiempo, y tiempo era lo único que Momo tenía de
sobra. Después de que los hombres hubieran estado así un buen rato, Nicola se levantó
de repente y dijo: —Yo me voy. He demostrado que tenía buena voluntad al venir
aquí. Pero tú ves, Momo, lo obstinado que es él. ¿A qué esperar más? Y,
efectivamente, se volvió para irse. —Sí, ¡lárgate! —le gritó Nino—. No hacía
ninguna falta que vinieras. Yo no me reconcilio con un criminal. Nicola giró en
redondo. Su cara estaba roja de ira. —¿Quién es un criminal? —preguntó en tono
amenazador y volvió a su sitio—. ¡Repítelo! —¡Lo repetiré cuantas veces
quieras! —gritó Nino—. ¿Tú te crees que porque eres grande y fuerte nadie se
atreve a decirte las verdades a la cara? Yo me atrevo, y te las cantaré a ti y
a cualquiera que quiera escucharlas. Adelante, ven y mátame, como ya dijiste
una vez que harías. —¡Ojalá lo hubiese hecho! —chilló Nicola y apretó los
puños— . Ya ves, Momo, cómo miente y calumnia. Sólo lo agarré una vez por el
cuello y lo tiré al charco que hay detrás de su covacha. Allí no se ahoga ni
una rata. —Volviéndose de nuevo a Nino, gritó—: Por desgracia vives todavía,
como se puede ver. Durante un rato volaron en una y otra dirección los peores
insultos, y Momo no podía entender de qué iba la cosa y por qué estaban tan
enfadados los dos. Pero poco a poco fue sabiendo que Nicola sólo había cometido
aquella salvajada porque Nino, antes, le había dado una bofetada delante de
algunos de sus parroquianos. A eso, por su parte, le había antecedido el
intento de Nicola de hacer añicos toda la vajilla de Nino. —¡No es verdad! —se
defendió amargamente Nicola—. Sólo tiré a la pared una sola jarra que, además,
ya tenía una grieta. —Pero la jarra era mía, ¿sabes? —respondió Nino—. Y,
además, no tienes derecho a eso. Nicola pensaba que sí tenía derecho a eso,
porque Nino lo había ofendido en su honor de albañil. —¿Sabes lo que dijo de
mí? —gritó dirigiéndose a Momo—. Dijo que yo no era capaz de construir una
pared derecha, porque estaba borracho día y noche. Que era igual que mi
tatarabuelo, que había trabajado en la torre inclinada de Pisa. —Pero, Nicola
—contestó Nino—, si eso era una broma. —¡Bonita broma! —protestó Nicola—. No
tiene ninguna gracia. Resultó que Nino sólo había devuelto una broma anterior
de Nicola. Porque una mañana se había encontrado con que en su puerta habían
escrito con grandes letras rojas: VENTEROS Y GATOS, TODOS LATROS. Y eso, a su
vez, no le había hecho ninguna gracia a Nino. Durante un rato se pelearon, muy
en serio, sobre cuál de las dos bromas era peor, y volvieron a encolerizarse.
Pero de repente se quedaron cortados. Momo los miraba con grandes ojos, y
ninguno de los dos podía explicarse bien, bien, su mirada. ¿Es que, por dentro,
se estaba riendo de ellos? ¿O estaba triste? Su cara no se lo decía. Pero a los
dos hombres les pareció, de repente, que se veían a sí mismos en un espejo, y
comenzaron a sentir verg8enza. —Bien —dijo Nicola—, puede ser que no debiera
haber escrito aquello en tu puerta, Nino. No lo hubiera hecho si tú no te
hubieras negado a servirme un vaso de vino más. Eso iba contra la ley, ¿sabes?
Porque siempre te he pagado y no tenías ninguna razón para tratarme así. —¡Ya
lo creo que la tenía! —contestó Nino—. ¿Es que ya no te acuerdas de aquel
asunto del san Antonio? ¡Ah, ahora te has puesto blanco! Porque me estafaste
con todas las de la ley, y no tengo por qué aguantártelo. —¿Que yo te estafé a
ti? —gritó Nicola—. ¡Al revés! Tú querías engañarme a mí, sólo que no lo
conseguiste. El asunto era el siguiente: en el pequeño establecimiento de Nino
colgaba de la pared una pequeña imagen de san Antonio. Era una foto en color
que Nino había recortado una vez de una revista. Un día, Nicola le quiso
comprar esa imagen; según decía, porque le gustaba mucho. Regateando
hábilmente, Nino había conseguido que Nicola le diera, a cambio, su vieja
radio. Nino se creyó muy listo, porque Nicola hacía muy mal negocio. Se pusieron
de acuerdo. Pero después resultó que entre la imagen y el marco de cartón había
un billete de banco, del que Nino no sabía nada. De repente era él el que hacía
un mal negocio, y eso le molestaba. Exigió que Nicola le devolviera el dinero,
porque éste no formaba parte del trato. Nicola se negó, y entonces Nino no le
quiso servir nada más. Así había comenzado la pelea. Así que los dos llegaron
al principio del asunto que los había enemistado, callaron un rato. Entonces
preguntó Nino: —Dime ahora con toda honradez, Nicola, ¿ya sabías de ese dinero
antes del cambio o no? —Claro que sí; si no, no hubiera hecho el cambio.
—Entonces estarás de acuerdo en que me has estafado. —¿Por qué? ¿En serio que
tú no sabías nada de ese dinero? —No, palabra de honor. —¡Lo ves! Eras tú quien
querías estafarme a mí. Porque, ¿cómo podías pedirme mi radio a cambio de un
trozo de papel de periódico? —¿Y cómo te enteraste tú de lo del dinero? —Dos
noches antes había visto cómo un cliente lo metía allí como ofrenda a san
Antonio. Nino se mordió los labios: —¿Era mucho? —Ni más ni menos que lo que
valía mi radio —contestó Nicola. —Entonces, toda nuestra pelea —dijo Nino
pensativamente— solamente es por el san Antonio que recorté de una revista.
Nicola se rascó la cabeza: —En realidad, sí. Si quieres te lo devuelvo, Nino.
—¡Qué va! —contestó Nino, con mucha dignidad—. Lo que se da no se quita. Un
apretón de manos vale entre caballeros. Y de repente, ambos se echaron a reír.
Bajaron los escalones de piedra, se encontraron en medio de la plazoleta
central, se abrazaron dándose palmadas en la espalda. Después, ambos abrazaron
a Momo y le dijeron: —¡Muchas gracias! Cuando, al cabo de un rato, se fueron,
Momo siguió diciéndoles adiós con la mano durante mucho rato. Estaba muy
contenta de que sus amigos volvieran a estar de buenas. Otra vez, un chico le
trajo su canario, que no quería cantar. Eso era una tarea mucho más difícil
para Momo. Tuvo que estarse escuchándolo toda una semana hasta que por fin
volvió a cantar y silbar. Momo escuchaba a todos: a perros y gatos, a grillos y
ranas, incluso a la lluvia y al viento en los árboles. Y todos le hablaban en
su propia lengua. Algunas noches, cuando ya se habían ido a sus casas todos sus
amigos, se quedaba sola en el gran círculo de piedra del viejo teatro sobre el
que se alzaba la gran cúpula estrellada del cielo y escuchaba el enorme
silencio. Entonces le parecía que estaba en el centro de una gran oreja, que
escuchaba el universo de estrellas. Y también que oía una música callada, pero
aun así muy impresionante, que le llegaba muy adentro, al alma. En esas noches
solía soñar cosas especialmente hermosas. Y quien ahora siga creyendo que el
escuchar no tiene nada de especial, que pruebe, a ver si sabe hacerlo tan bien.
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