UN VIEJO CALLADO Y
UN JOVEN PARLANCHÍN
Aun
cuando alguien tiene muchos amigos, suele haber entre ellos unos pocos a los
que se quiere todavía más que a los demás. También en el caso de Momo
era así.
Tenía
dos grandes amigos que iban a verla cada día y que compartían con ella todo lo
que tenían. Uno era joven y otro viejo.
Momo
no habría sabido decir a quién de los dos quería más. El viejo se
llamaba Beppo Barrendero. Seguro que en realidad tendría
otro apellido, pero como era barrendero de profesión y todos le llamaban así,
él también decía que ése era su
nombre.
Beppo
Barrendero vivía en una choza que él mismo se había construido, cerca
del anfiteatro, a base de ladrillos, latas y cartón embreado. Era
extraordinariamente bajo e iba siempre un poco encorvado, por lo que apenas
sobrepasaba a Momo. Siempre llevaba su gran cabeza, sobre la que
se erguía
un mechón de pelos canosos, un poco
torcida, y sobre la nariz llevaba unas pequeñas gafas.
Algunos
opinaban que a Beppo Barrendero le faltaba algún tornillo. Lo
decían porque ante las preguntas se limitaba a sonreír amablemente y no
contestaba. Pensaba. Y cuando creía que una respuesta era
innecesaria, se callaba. Pero cuando la creía necesaria, pensaba sobre
ella. A veces tardaba dos horas en contestar, pero otras tardaba todo un
día. Mientras tanto, el otro, claro está, había olvidado qué había preguntado,
por lo que la respuesta de Beppo le sorprendía. Sólo Momo
sabía esperar tanto y entendía lo que decía. Sabía que se tomaba tanto
tiempo para no decir nunca nada que no fuera verdad. Pues en su opinión,
todas las desgracias del mundo nacían de las muchas mentiras, las dichas a
propósito, pero también las involuntarias, causadas por la prisa o la imprecisión.
Cada
mañana iba, antes del amanecer, en su vieja y chirriante bicicleta, hacia el
centro de la ciudad, a un gran edificio. Allí esperaba, con sus
compañeros, en un
patio, hasta que le daban una escoba y le
señalaban una calle que tenía que barrer. A Beppo le gustaban estas
horas antes del amanecer, cuando la ciudad todavía dormía. Le gustaba su
trabajo y lo hacía bien. Sabía que era un trabajo muy necesario. Cuando
barría las calles, lo hacía despaciosamente, pero con constancia; a cada paso
una inspiración y a cada inspiración una barrida. Paso—inspiración—barrida.
Paso—inspiración— barrida. De vez en cuando, se paraba un momento
y miraba pensativamente ante sí. Después proseguía paso—inspiración— barrida.
Mientras se iba moviendo, con la calle sucia ante sí y la limpia detrás,
se le ocurrían pensamientos. Pero eran pensamientos sin palabras,
pensamientos tan difíciles de comunicar como un olor del que uno a duras penas
se acuerda, o como un color que se ha soñado. Después del trabajo, cuando
se sentaba con Momo, le explicaba sus pensamientos. Y como ella
le escuchaba a su modo, tan peculiar, su lengua se soltaba y hallaba las
palabras adecuadas.
—Ves, Momo —le decía, por
ejemplo—, las cosas son así: a veces tienes ante ti una calle larguísima. Te
parece tan terriblemente larga, que nunca crees que podrás acabarla.
Miró
un rato en silencio a su alrededor; entonces siguió: —Y entonces te
empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada vez que levantas la
vista, ves que la calle no se hace más corta. Y te esfuerzas más
todavía, empiezas a tener miedo, al final estás sin aliento. Y la calle
sigue estando por delante. Así no se debe hacer. Pensó durante un
rato. Entonces siguió hablando: —Nunca se ha de pensar en toda la
calle de una vez, ¿entiendes? Sólo hay que pensar en el paso siguiente,
en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca nada más que
en el siguiente.
Volvió
a callar y reflexionar, antes de añadir: —Entonces es divertido; eso es
importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser. Después
de una nueva y larga interrupción, siguió: —De repente se da uno cuenta
de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta
cómo ha sido, y no se está sin aliento.
Asintió
en silencio y dijo, poniendo punto final: —Eso es importante. Otra
vez se sentó al lado de Momo, callado, y ella vio que estaba pensando y
que quería decir algo muy especial. De repente, él la miró a los ojos y
le dijo: —Nos he reconocido. Pasó mucho rato antes de que
continuara con voz baja: —Eso ocurre, a veces... a mediodía..., cuando
todo duerme en el calor... El mundo se vuelve transparente... Como
un río, ¿entiendes?... Se puede ver el fondo. Asintió y calló un
rato, para decir en voz más baja: —Hay allí otros tiempos, allí al
fondo. Volvió a pensar un buen rato, buscando las palabras adecuadas. Pero
pareció no encontrarlas, pues de repente dijo con voz totalmente normal: —Hoy
estuve barriendo junto a las viejas murallas. Hay allí cinco sillares de
otro color. Así, ¿entiendes? Y con el dedo dibujó una gran T en
el suelo. La miró con la cabeza torcida y, de repente, murmuró: —Las
he reconocido, las piedras.
Después
de otra interrupción siguió a empellones: —Esos eran otros tiempos,
cuando se construyó la muralla... Trabajaron muchos en ella... Pero
había dos, entre ellos, que colocaron esos sillares... Era una señal, ¿comprendes?...
La he reconocido. Se pasó las manos por los ojos. Parecía
costarle un gran esfuerzo lo que intentaba decir, porque al seguir hablando, las
palabras salían con esfuerzo:
—Tenían otro aspecto, esos dos, en
aquel entonces. Pero entonces dijo, en tono definitivo y casi colérico. —Pero
nos he reconocido, a ti y mí. ¡Nos he reconocido!
No
se le puede tomar a mal a la gente el que sonriera cuando oía hablar a Beppo
barrendero de ese modo y, a sus espaldas, algunos señalaban la sien con el
dedo. Pero Momo lo quería y guardaba todas sus palabras en su
corazón. El otro amigo de Momo era joven y, en todos los
aspectos, lo más opuesto a Beppo barrendero. Era un guapo
muchacho de ojos soñadores, pero una lengua increíble. Siempre estaba repleto
de bromas y chistes, y sabía reír con tal ligereza, que había que reír con él,
se quisiera o no. Se llamaba Girolamo, pero todos lo llamaban Gigi.
Como
al viejo Beppo lo hemos llamado según su profesión, haremos lo mismo con
Gigi, aunque no tenía ninguna profesión precisa. Lo vamos a
llamar, pues, Gigi Cicerone. Pero ya queda dicho que la de
cicerone sólo era una de las muchas profesiones que ejercía según la ocasión, y
no lo era, ni mucho menos, de modo oficial.
El
único requisito que tenía para ejercer esa actividad era una gorra de plato. Se
la ponía en cuanto veía aparecer, de tarde en tarde, algún grupo de viajeros
que se había perdido por ese barrio. Se acercaba a ellos con la cara
seria y se
ofrecía a guiarlos y explicarles todo. Si
los forasteros estaban de acuerdo, se disparaba y les contaba los cuentos de Calleja.
Punteaba su relato de acontecimientos, nombres y fechas inventados, de
tal manera que los pobres oyentes quedaban totalmente confusos. Algunos
se daban cuenta y se marchaban enfadados. Pero la mayoría se lo creía y
se lo retribuían cuando Gigi pasaba la gorra, al final.
La
gente de los alrededores se reía de las invenciones de Gigi, pero
algunos ponían caras censoras y opinaban que no estaba bien que aceptara dinero
a cambio de historias que, al fin y al cabo, había inventado.
—Eso lo hacen todos los poetas
—decía a eso Gigi—. ¿Y acaso la gente no ha recibido nada a
cambio de su dinero? Yo os digo que han recibido exactamente lo que
querían. ¿Y qué importa que lo que yo cuente esté o no escrito en algún libro
muy sabio? ¿Quién os dice a vosotros que las historias que ponen en los
libros sabios no sean inventadas, sólo que nadie se acuerda ya? Otra vez
decía: —¿Quién sabe lo que es cierto y lo que no? ¿Quién puede saber
lo que ha ocurrido aquí hace mil o dos mil años? ¿Lo sabéis vosotros? —No
—reconocían los demás.
—¡Lo veis! —exclamaba Gigi Cicerone—.
¡Cómo podéis decir vosotros que las historias que yo cuento no son
verdad! Puede ser que, casualmente, haya ocurrido tal como yo lo cuento.
Entonces he dicho la pura verdad. A eso era difícil oponer nada. Sí,
en lo que se refiere a locuacidad, Gigi fácilmente podía con todos
ellos.
Lamentablemente
venían muy pocos forasteros que quisieran ver el anfiteatro, por lo que Gigi
tenía que practicar otras profesiones. Según la ocasión, era guarda de
un aparcamiento, testigo de boda, paseador de perros, cartero de amor,
participante en un funeral, traficante de recuerdos y muchas otras cosas más.
Pero
Gigi soñaba con volverse rico y famoso. Viviría en una casa de
fábula, rodeada de un parque; comería en platos dorados y dormiría sobre
almohadas de seda. Y se veía a sí mismo en el esplendor de la fama como
un sol, cuyos rayos ya
lo calentaban ahora, en su miseria. —¡Lo
conseguiré! —Exclamaba, cuando los otros se reían de sus sueños—. Todos
os acordaréis de mis palabras.
Pero
ni él mismo hubiera podido decir cómo pensaba alcanzar la fama. Porque
no le atraían demasiado el esfuerzo y el trabajo. —Eso no tiene mérito
—le decía a Momo—, así se puede hacer rico cualquiera. Míralos,
lo que parecen los que han vendido la vida y el alma por un poco de bienestar. No,
a eso no juego yo. Y aunque muchas veces no tenga dinero, ni siquiera para
pagar una taza de café, Gigi seguirá siendo Gigi. Se
pensaría que era totalmente imposible que dos personas de ideas tan diferentes
acerca del mundo y la vida, como Gigi Cicerone y Beppo Barrendero,
se hicieran amigos. Sin embargo, así era. Da la casualidad que el
único que nunca censuraba a Gigi su ligereza era el viejo Beppo. Y
por la
misma casualidad era precisamente el locuaz
Gigi el único que nunca se reía del sorprendente y viejo Beppo.
Probablemente
fuera a causa del modo en que Momo los escuchaba a ambos. Ninguno
de los tres intuía que pronto caería una sombra sobre su amistad. Y no
sólo sobre su amistad, sino sobre toda la región; una sombra que crecía y
crecía y que ahora mismo, oscura y fría, se extendía ya sobre la gran ciudad. Se
trataba de una conquista callada e insensible, que avanzaba día a día, y contra
la que nadie se resistía, porque nadie conseguía darse cuenta de ella. Y los
conquistadores ¿quiénes eran? Ni siquiera el viejo Beppo, que se
daba cuenta de tantas cosas que los demás no veían, observaba los hombres
grises que recorrían, incansables, la ciudad y parecían estar siempre ocupados.
Y eso que no eran invisibles. Se les veía, y no se les veía. De
algún misterioso modo eran capaces de pasar desapercibidos, de manera que no se
les observaba o se volvía a olvidar, en seguida, su aspecto. Así podían
operar en la clandestinidad, precisamente porque no se ocultaban. Y como
nadie reparaba en ellos, nadie les preguntaba de dónde habían salido y de dónde
salían, porque cada día eran más.
Circulaban
por las calles en elegantes coches grises, entraban en todas las casas, se
sentaban en todos los restaurantes. Muchas veces hacían anotaciones en
sus agendas.
Eran
unos hombres vestidos con trajes de un color gris telaraña. Incluso sus
caras parecían ser de ceniza gris. Llevaban bombines y fumaban pequeños
puros grises. Cada uno llevaba siempre un maletín gris plomo. Tampoco
Gigi Cicerone había notado que varias veces alguno de esos
hombres grises habían estado cerca del anfiteatro y habían apuntado muchas
cosas en sus agendas. Sólo Momo había observado que una tarde
habían aparecido sus oscuras siluetas por el borde superior del anfiteatro. Se
habían hecho señas los unos a los otros y después se habían reunido a discutir.
No se había oído nada, pero Momo, de repente, había sentido un
frío muy especial, como no lo había notado nunca antes. No le sirvió de
nada que se arrebujara más estrechamente en su gran chaquetón, porque no era un
frío normal.
Después,
los hombres grises se habían ido de nuevo y no habían vuelto a aparecer. Esa
noche, Momo no había podido oír, como otras veces, la música callada y
poderosa. Pero al día siguiente, la vida había continuado como siempre,
y Momo no volvió a pensar en los curiosos visitantes. También
ella los había olvidado.
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