"LA METAMORFOSIS" FRANZ KAFKA
domingo, 31 de julio de 2016
TALLER DE LECTURA GRADOS 8°, 9°, 10° Y 11°
Queridos estudiantes de los grados 8° , 9°, 10° y 11°
¡Bienvenidos a su espacio de interacción con el área de Lengua Castellana y Comprensión Lectora!
Se les recomienda mucha dedicación y compromiso con la siguiente actividad asignada referente a la lectura "El rastro de tu sangre en la nieve", a continuación deberán leer el cuento y resolver el siguiente taller; el cuál deberán presentar por escrito en forma de trabajo, el día lunes 8 de agosto de 2016, (8° y 9°) y el día martes 9 de agosto de 2016 (grado 10° y 11°)
Actividad propuesta
TALLER
2- Desarrollo de la comprensión lectora a través de un taller.
El taller lo encontrarás al final del cuento.
FECHA DE ENTREGA: MARTES 9 DE AGOSTO, TRABAJO POR ESCRITO O EN EL CUADERNO
El rastro de tu sangre en la nieve
Gabriel García Márquez
Al
anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el
dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta
de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de
una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara
la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes
diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los
retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos
de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del
Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un
abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda
la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el
coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de
cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto
y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que
revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior
exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella
frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas
demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba,
además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena
Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de
balneario.
Cuando el
guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde
podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el
guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés.
Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa,
jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una
garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la
clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy
Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que
los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia
que el viento:
-Merde!
Allez-vous-en!
Entonces
Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le
preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia
contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y
menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con
atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello
de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en
aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la
ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento
de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más
adelante.
-¿Es algo
grave? -preguntó.
-Nada
-sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya
yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.
Antes de
Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles
desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas
vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se
alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y
un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para
complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de
regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba
menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde
tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos
contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en
cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde
Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después
de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la
sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió
sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se
paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas
glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se
detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le
quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su
juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo
sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular
empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba
atravesado por ráfagas de incertidumbre.
Se habían
casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias,
con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la
bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía
el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había
empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de
Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de
Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de
regresar del internado de la Châtellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando
cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel
era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo
para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos
de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que
la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al
bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un
calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y
elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía
una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de
hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin
santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos
en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de
cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su
arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero habían
dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena
Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez
intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el
calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró
de frente y sin asombro.
-Los he
visto más grandes y más firmes -dijo, dominando el terror-, de modo que piensa
bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un
negro.
En
realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había
visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz. Lo único que se le
ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la
cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche
al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron
juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de
junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones
de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el
saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un
estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban
al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas
del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas
ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de
las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de
guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la
casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban
que el sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia.
"Suena como un buque", había dicho la abuela de Nena Daconte cuando
lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro
modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los
muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía
esencial para la música. "No me importa qué instrumento toques" -le
decía- "con tal de que lo toques con las piernas cerradas". Pero
fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le
permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de
la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia
de dos apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno.
Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que
él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó
a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa.
Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la
mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que
los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas
del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de
escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del
saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas
de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida
que antes no habían tenido tiempo de conocer.
Cuando
los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto
en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a
cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez
que 1o hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros
deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas.
Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la
noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había
enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval
de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de
Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que
padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a
los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el
saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo
que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro.
Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya
casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en
mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de
placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de
la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.
De modo
que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados,
pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados puros. Los
padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario
de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el
abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de
bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era
la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa
que le esperaba en el aeropuerto.
La misión
diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su
esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él
era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con
un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían
artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su
condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al
cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance
con un recurso encantador.
-Lo hice
adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.
En
efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo,
calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes
como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo
empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo.
El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo
envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció
su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura
de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con
tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama
mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero
Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión
diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban
congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus
detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta
la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue
indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a
la magia del coche.
Era la
primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios
privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó
flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la
suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día,
los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de
desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo,
poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se habia
precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y
cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender el
viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy
Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de
júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó en mitad
de la calle con el abrigo puesto.
Nena
Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando
salieron de Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la
tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del
embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los
almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después,
mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera,
se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo
cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego
sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de
pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se
acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el
reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos
mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y
también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el dique de Loira
inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la
neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de
fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban
ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el
volante.
-Eres un
salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.
Estaba
todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en
el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra
para llegar a París al amanecer.
-Todavía
me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica: Al fin
y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.
Con todo
Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los
tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca un
pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.
-Los
machos no comen dulces -dijo.
Poco
antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las
cementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de
los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París.
Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera
se atrevió a insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en
que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que
dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de
buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la
provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus
padres. "No hay paisajes más bellos en el mundo", decía, "pero
uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de
agua." Tan convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un
rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de
Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la
semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que
lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor.
La réplica de su marido fue inmediata.
-Ahora
mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí
mismo, si quieres.
Nena
Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna
tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los
suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas
iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno,
estarían ya en pleno día.
-Ya será
mejor esperar hasta París -dijo Nena Daconte-. Bien calienticos y en una cama
con sábanas limpias, como la gente casada.
-Es la
primera vez que me fallas -dijo él.
-Claro
-replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.
Poco
antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y
tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los
camioneros desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se había dado cuenta en el
baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó
lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo
matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y
jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron
al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando
fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las cementeras tenía
virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. "Si
alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su encanto natural.
"Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve." Luego
pensó mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces
del amanecer.
-Imagínate
-dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece
bello para una canción?
No tuvo
tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París, el dedo era un manantial
incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la
herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que
llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por
la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el
abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo
irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una
farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.
-Estamos
casi en la Puerta de Orleáns -dijo-. Sigue de por la avenida del general
Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo
lo que haces.
Fue el
trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo
infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos,
y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales.
Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas, que
se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató
de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo
de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban
nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena
Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.
Sólo para
salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés
y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes
típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz
que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida DenferRochereau
estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a
su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de
emergencia de un hospital enorme y sombrío.
Necesitó
ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras
llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la
enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de
salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde
entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios
habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta
que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era
un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza
pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su marido una
sonrisa lívida.
-No te
asustes -le dijo, con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es que
este caníbal me corte la mano para comérsela.
El médico
concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy correcto
aunque con raro acento asiático.
-No,
muchachos -dijo-. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una
mano tan bella.
Ellos se
ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que
se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano
de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.-Usted no -le dijo-. Va para
cuidados intensivos.
Nena
Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano
hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó
estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy
Sánchez lo llamó.
-Doctor
-le dijo-. Ella está encinta.
-¿Cuánto
tiempo?
-Dos
meses.
El médico
no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en
decírmelo," dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó
parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué
hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y
luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No
supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra
vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué
hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.
Nena
Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años
después en los archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez
durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano
al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en
la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa
desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte
pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí
consiguieron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con
el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el
hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es
decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a
quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con
dos detalles tan simples.
Tranquilizado
con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde
había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos
cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números impares.
En la acera de enfrente había un edificio restaurado con un letrero:
"Hotel Nicole". Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy
pequeña donde no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el
propietario de voz aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier
idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con
once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una
mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una
escalera en espiral que olía a espuma de coliflores hervidas. Las paredes
estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más
que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero
grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su
jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en
la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con
un rastro saludable de medicina reciente.
A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que en el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empeñaba en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte.
A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que en el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empeñaba en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte.
Tan
pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la
cama con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba
desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan
natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si
eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué
ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la
cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en
realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día
anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban
encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el
tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían
médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico
asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde
después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba
congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros
que él mismo cogió en el aparador después de cuarenta y ocho horas de estar
comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para
acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de
enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el parabrisas. Al portero del
Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se
podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera
contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles para un
Sánchez de Ávila de los más acendrados que apenas dos años antes se había
metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y había
causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía
cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no
cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a
las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena
Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus
propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de
Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de
coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó
de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las
siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una pijama de seda leyendo el
periódico en el fresco de la terraza.
Se acordó
de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su madre
apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el
atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una
tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella
y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales.
Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre ellos una relación
de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente
de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa
noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste de
París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra
sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar.
Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sándwiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabía dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.
Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada. Estaba en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había más remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes. -Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días -concluyó-. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena. Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital. Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.
El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba. Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció.
-¡Pero dónde diablos se había metido usted! -dijo.
Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sándwiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabía dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.
Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada. Estaba en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había más remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes. -Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días -concluyó-. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena. Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital. Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.
El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba. Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció.
-¡Pero dónde diablos se había metido usted! -dijo.
Billy
Sánchez se quedó perplejo.
-En el
hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.
Entonces
lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves
9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas
mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y
serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza
Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran
en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un
cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban
hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites de
embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de
Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus
datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del
domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el
hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena
Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo
modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.
Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.
Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.
TALLER COMPRENSIÓN LECTURA
1. Describe a Nena Daconte y Billy con la información que tienes en el
texto. Después di qué tipo de carácter crees que tiene cada uno y explica por
qué.
2. ¿Cómo surgió el amor entre Nena y Billy? Cuéntalo con tus propias
palabras.
3. ¿Cuál fue la reacción de los padres de Nena y Billy ante la noticia
de su boda? ¿Por qué accedieron sus familias a que se casaran?
4. ¿De qué ciudad y país del Caribe son Nena y Billy? ¿A dónde iban a pasar
la luna de miel? Explica cuál fue el itinerario del viaje.
5. ¿Quiénes los esperaban en
Madrid y qué les entregaron?
6. Cuenta cómo ocurrió el incidente de la herida
en el dedo de Nena.
7. ¿Qué hizo Billy al ver la
nieve en Madrid? ¿Por qué crees que actuó así?
8. ¿Crees que Billy es machista? Encuentra 2 razones en el texto que
lo afirman.
9. ¿Qué tipo de carácter tienen los franceses según el texto? Da
ejemplos de su comportamiento en el relato.
10. ¿Por qué se llama el cuento
“El rastro de tu sangre en la nieve”?
11. ¿Cómo era el médico que los
atendió en el hospital? Descríbelo.
12. ¿Por qué no pudo Billy ver a Nena al día siguiente de ingresar en
el hospital?
13. ¿Qué cosas hizo después
Billy para poder ver a Nena?
14. ¿Por qué no llamó Billy a los padres de Nena o a algún amigo de
París para que lo ayudara?
15. ¿Qué le pasó a Billy con el
funcionamiento de la luz y el agua en el hotel y el aparcamiento de los coches
en París? ¿Encuentras alguna relación con el horario de visitas del hospital?
¿Y con el de la embajada? ¿Qué explicación da el funcionario de la embajada a
estos hechos? ¿Estás de acuerdo con él?
16. ¿Qué medios utilizaron para
localizar a Billy? ¿Por qué no lo encontraron?
17. ¿Cuál fue la reacción de Billy al recibir la noticia de la muerte
de Nena? ¿Te parece lógica? ¿Por qué? ¿Qué hubieras hecho tú en su lugar?
18. ¿Cuál crees que es el tema principal del cuento: el
amor, el destino, el azar, la casualidad, la mala suerte u otro? Explica por qué.
19. ¿Te ha gustado el relato? ¿Por qué sí o por qué no?
20. Escribe otro
final
______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________
EPITAFIO
CARTEL SE BUSCA
Taller de lectura grados 6°y 7°
Queridos estudiantes de los grados 6° y 7°
¡Bienvenidos a su espacio de interacción con el área de Lengua Castellana y Comprensión Lectora!
Se les recomienda mucha dedicación y compromiso con la siguiente actividad asignada, referente a la lectura "La isla de las montañas azules", a continuación deberán resolver el siguiente taller y presentarlo por escrito en forma de trabajo, el día lunes 8 de agosto de 2016, (grado sexto) y el día martes 9 de agosto de 2016 (grado séptimo)
Actividad propuesta
1-Lectura del cuento, la isla de las montañas azules del autor Manuel L. Alonso.
2- Desarrollo de la comprensión lectora a través de un taller.
FECHA DE ENTREGA: LUNES 8 DE AGOSTO, TRABAJO POR ESCRITO O EN EL CUADERNO
TALLER
1- La acción de La isla de las montañas azules se desarrolla en la costa. Piensa y escribe cuáles de los siguientes animales marinos son moluscos, crustáceos o peces.
Atún: ___________________
Percebe: ___________________
Mejillón: ___________________
Almeja: ___________________
Gamba: ___________________
Sardina: ___________________
2. La familia de Martinho, el protagonista, emigra en busca de trabajo. Dejarán atrás Portugal e irán a una isla de la cual lo ignoran todo, incluido el idioma.
¿Qué extrañarías tú si te marcharas de tu ciudad? ¿Qué echas de menos si ya no vives en tu localidad natal?
____________________________________________________________________________________________________________
3. Martinho, el protagonista de La isla de las montañas azules, es muy pobre. Tanto que le encontrarás rebuscando en los cubos de la basura. Reflexiona sobre esta imagen y contesta a las siguientes preguntas.
a) – ¿Qué cosas tiras a la basura con más frecuencia?
____________________________________________________________________________________________________________
b) – ¿Crees que esas cosas podrían ser utilizadas de nuevo? ¿Por qué?
____________________________________________________________________________________________________________
c) – ¿Cómo piensas tú que podría ayudarse a las personas indigentes?
______________________________________________________
______________________________________________________
4. Lee los siguientes enunciados referidos a la historia de Martinho y explica debajo si son verdaderos o falsos.
– Jamón en portugués se dice presunto.
– El barrio al cual se va a vivir la familia de Martinho en Mallorca se llama Puig de Sant Pere.
– Las barcas que se usan para pescar en el puerto de Mallorca se llaman laúdes.
– La furgoneta de João es un modelo muy moderno y está como nueva.
– Gabriel, el amigo de Simón, es bombero y se presenta a la cita vestido con el uniforme.
– Martinho no volvió a ver a Simón nunca más.
5. Busca en el diccionario, el significado de las siguientes palabras.
– Ameno:
– Amarrar:
– Escollera:
– Secano:
CUENTO : LA ISLA DE LAS MONTAÑAS AZULES
Suscribirse a:
Entradas (Atom)